El 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, no es solo una jornada de conmemoración, sino un llamado global a la acción, la equidad y la visibilización de las desigualdades que persisten en todos los ámbitos de la vida. En el deporte, las mujeres han debido conquistar con esfuerzo lo que a los hombres les fue concedido por defecto: visibilidad, respeto, reconocimiento y condiciones dignas.
Ser mujer en el deporte de alto rendimiento ha significado históricamente competir en desventaja, no solo frente a las rivales, sino también frente al sistema: menor acceso a recursos, menor cobertura mediática, menos premios, menos patrocinios y estructuras institucionales que, en muchos casos, las invisibilizan o infantilizan.
Pero las mujeres deportistas han desafiado estas barreras con una mezcla de talento, perseverancia y activismo. Han ganado medallas, han batido récords, pero también han puesto en agenda temas urgentes: maternidad y carrera deportiva, acoso y abuso en entornos de entrenamiento, desigualdad salarial y discriminación por género o identidad.
El 8 de marzo es una oportunidad para reconocer estos logros, pero también para exigir políticas concretas que aseguren la igualdad estructural. No basta con celebrar a las mujeres en el deporte cada cuatro años durante los Juegos Olímpicos; es necesario garantizar condiciones de base justas y sostenibles, desde las categorías infantiles hasta el profesionalismo.
Cada victoria femenina en el deporte es una victoria colectiva: es la prueba de que cuando las mujeres acceden a las mismas oportunidades, pueden alcanzar —y superar— cualquier meta. Por eso, hoy más que nunca, el deporte también es un terreno de lucha feminista.
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